Miro mi reloj.
Ya pasan de y cuarto.
Sentada en las escaleras de este viejo edificio escucho callada como se arrastran los segundos... Me enciendo otro cigarrillo y dejo que se consuma, despacio, pausado, sin ninguna señal de prisa.
Algo se escucha en el rellano, un grito ahogado que dice "no puedo más".
O, bien, quizás esto lo haya oído en mi cabeza, quien sabe.
¿Cuánto tiempo nos queda a los que queremos dejar de contar?
Un minuto, una hora, dos horas... no sé cuánto tiempo pasé en aquella misma escalera dejando que el polvo se evaporara, dejando mi mente en blanco desorbitada en el lapso.
Puñaladas en forma de palabras inmediatas, impredecibles, sinceras e inevitables.
Son ese tipo de cosas a las que no queremos hacer frente, ese tipo de cosas que nos asustan, que nos angustian de sólo imaginarlas.
Dicen que el infierno solo te quema cuando nunca el fuego te ha quemado, y que, cuando has sentido el hielo ardiendo en tus huesos, no eres capaz de asimilar ni de querer recordar el daño de ese frío en tus entrañas.
El dolor de los recuerdos puede hacer más daño que un cuchillo mutilando tu piel.
El saber que no vas a dormir, que no vas a tolerar, que no vas a avanzar. Que tu cuerpo se va a parar a causa de la pausa de otra vida, que ni tan solo te atreves a discernir.
Cuan descabellado suena el hecho de pensar en no sentir.
Parados entre dos minutos contiguos el momento se hace eterno cuando sabes que lo único que acecha es el final.
Y piensas que, quizás, no estemos preparados para volver a soportar el frío.
R.
No hay comentarios:
Publicar un comentario